Llegó el 23 de noviembre. Mientras el Monumental aguardaba
la final de la Copa Libertadores entre Flamengo y River Plate, el estadio de la
Universidad San Marcos aguardaba un ‘Vivo X el Rock’ distinto a cualquiera de
sus ediciones anteriores. Más que la variedad de géneros que la undécima edición
del festival incluyó, lo que marcó la diferencia fue la ambición que tuvieron
los organizadores del evento al traer a bandas extranjeras de peso.
Fuente: El Comercio
Llegué al evento minutos antes del mediodía. En los caminos
previos a las entradas de los distintos escenarios, hombres de chaleco amarillo
suministraban tabletas de Tioctan Plus; y hombres de chaleco rojo, cápsulas de
Vitathon NF.
Me dirigí al escenario ‘Fusión’ en el que Wendy Sullca
terminaba de realizar su presentación, y en el que Uchpa –minutos después–
desbordó su particular energía. Aparecieron uno a uno los vendedores de Red Bull,
seguido de los vendedores –señoras en su mayoría– de cervezas Budweiser.
Don Tetto esperaba en el escenario ‘Rock’ con temas clásicos
entre los que destacaron “Sigamos caminando” y “No digas lo siento”.
El día se fue desarrollando con los horarios y bandas
establecidos. Todo a disposición del gusto y elección de cada uno de los
asistentes. El sol brillaba con moderada energía, mientras las corrientes de
viento equilibraban el ambiente.
Fue cuando cayó el sol que todo se transformó. Las horas
transcurridas fueron las que se encargaron de poner en aumento la emoción. La
euforia colectiva se transfiguró en gritos estridentes y rostros extasiados.
El motivo por el que cuatro meses antes compré mi entrada
fue The Strokes. La banda newyorkina se encontraba a pocas horas de dar su
puesta en escena y aún no me la creía.
El escenario ‘Estelar A’ del estadio se llenó de la energía
de Mago de Oz. Logré ubicarme a muy pocos metros de distancia del escenario ‘Estelar
B’, presencié a Bullet For My Valentine durante su hora de presentación, y
luego a Fito Páez a través de la pantalla del mismo escenario.
Cuando Interpol regalaba al público sus grandes temas y Paul
Banks, sus dedicatorias mediante su bien hablado español, el calor apareció
como el clásico contrincante de todo público en un concierto. La falta de
oxígeno fue tal, que vi a tres personas a mi alrededor con el semblante
anunciándoles un desmayo.
No fui ajena al adormecimiento y me vi obligada a salir de
ahí. Fue realmente una odisea haber ido en contra de las decenas de personas que,
en vez de abrir paso, se avalancharon contra quienes intentamos salir.
Con cierto pesar, abandoné por completo el espacio que había
ocupado en el escenario ‘Estelar B’. Respiré profundo y me atemperé. Recuperé
la falta de aliento y la somnolencia me abandonó en cuestión de segundos. Supe
que había tomado la mejor decisión. The Strokes no merecía ni un alma cansada.
Cuando dieron las once y media de la noche, el campo del
estadio quedó repleto. Aparecieron en el estrado Julian Casablancas, Nick
Valensi, Albert Hammond, Nikolai Fraiture y Fabrizio Moretti. Los cinco
integrantes de la banda de rock de garaje que amé desde que escuché por primera
vez, estaban distantemente frente a mis ojos. No me importaron las
numeraciones. No estuve a cinco metros de ellos, pero cada que cerraba los ojos
la distancia desaparecía. Aunque dejaron cuarenta minutos al aire, la
satisfacción de haberlos escuchado en vivo fue suficiente para quedarme con el
dulce sabor.
Mis pies, columna y garganta terminaron terriblemente
trastocados. Mis emociones, al tope. Cuatro meses antes me despedí de mi
cabello largo para poder comprar mi entrada al festival, y supe –después de
escuchar a The Strokes en vivo– que aquella idea que me dio una buena amiga
había valido la pena.
Me gustó mucho, tuve una lectura entretenida.
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